Adentrada de lleno en el Valle de Sanabria, en la Sierra de la Culebra, más cerca de Portugal que de España (al menos de la España de nuestro siglo), entre los lobos, las gallinas, y los campos sembrados existe un pequeño pueblo de no más de 181 habitantes.

Pero no es de ese pueblo exactamente de lo que os voy a hablar. Sino de la casa en la que duermo cuando voy allí. Llena de polvo, con un corral descuidado que posee una gallina loca, superviviente a meses de ausencia de mis abuelos, la presencia de escaleras y cutres cuadros religiosos compiten por hacerse notar entre puertas, ventanas y paredes hechas tan a mano como los primeros años del último lustro del pasado milenio permitieron.

Mi habitación es probablemente la que más llama la atención, pues carece de nada que pueda entrar en este siglo, y cuando la ocupo mi macbook parece de lo más ridículo sobre una cama hecha de hierro forjado negruzco y aparentemente débil. El colchón parece repleto de piedras en su interior, y los muelles hacen un estruendo increíble al mínimo movimiento. En el cabecero, la Virgen María, que tapa un agujero en la pared (al parecer los cuadros en las casas antiguas tenían la utilidad de tapar meteduras de pata).

¡Pero no es lo más emocionante de la habitación! Aún recuerdo un tormentoso día de julio cuando desperté en plena noche con la cama llena charcos, uno de ellos en mi cabeza. Goteras, claro está, cómo no lo pude imaginar.

En esa habitación he dormido cuando visitaba mi pueblo desde que tengo memoria, y cuando no lograba conciliar el sueño miraba al techo de madera veteada, e imaginaba que las manchas eran monstruos horribles.