El sol le da de lleno en la cabeza. Se derrite, cual bombón de chocolate, encerrado en un gran coche blanco. Dicen que el negro da más calor, pero el calor es pasajero. El negro, en cambio, es un fiel e indispensable aliado.

Cierra los ojos porque está cansado, y le duele terriblemente la cabeza. Quiere dormir y no tener más pesadillas.

En el suelo, escondida una esquina, las lágrimas resbalan por su rostro angelical. Se siente tan pequeña. "¿Cómo he llegado aquí?" Se pregunta. Tan segura, tan grande, tan sonriente, tan feliz. Y ahora no soy nada. Pequeña, escondida, asustada, dolorida. Él era el amor de su vida. Él la quería, él la aceptaba, la adoraba. Al fin había encontrado alguien así, al fin estaba en paz con su niña, su princesa interna.

Pero nada tenía sentido ya. Y pensar que ella era la reina de las fantasías. Todo tenía gancho, todo era sexual, todo era un gran plan en su cabeza. Hablar era tan fácil. Tanto cómo creerselo, se decía para justificar el aceptar una y otra vez cosas inaceptables ¿Cuándo una fantasía se volvió una perversión? ¿Cuándo dejarse llevar se volvió una insensatez? Me desea, se decía. Qué goloso era ser deseada. Ser deseada la había tirado por unas escaleras. Ser deseada había roto el vestido azul. Ser deseada había quemado sus tirabuzones. Era tan deseada que el labio le sangraba.

Pero estaba claro que no la deseaba. Sus silenciosas lágrimas seguían brotando, escociendo como brasas en la cara. La miraba con lujuria, cómo nunca había sido mirada. No podía evitar ir tras de él, tras su loca pasión, tras sus extraños juguetes, tras sus escenas pornográficas. Y cuando abrió los ojos, y quiso decir no, se cayó por la escalera.

Discutir en un sitio así no era bueno, se dijo. Uno se despista y tropieza. Uno se despista y tropieza. Tropieza. Tropieza. Tropieza. Lo repetía mucho, he tropezado. Primero se cayó, luego el vestido se enganchó con el reloj. Se enganchó y se rasgó. No fue intencionado, lo dijo él y ella le creyó. Discutir en la cocina tampoco era bueno. Una sartén ardiendo puede saltar y caerte en la cabeza. Gajes del cocinero, se dijo. Era culpa suya por dejarle cocinar, y luego ir a meterse en lo que hacía. Cocinaba para ella, porque quería disculparse por lo del vestido. Era bueno. Una gota salada rodó hasta su boca y se mezcló entre la sangre roja. Ya no.

Abrió los ojos de repente y el sol le deslumbró. Qué horrible calor. Volvió a cerrar los ojos, tratando de no ver su pasado fracasado, su presente frustrado y su futuro aterrador. Simplemente, quería dormir, y si era posible, no despertar.