La princesa se había vuelto habitual. Tan ingeniosa, tan fuera de tono, tan buena oyente, tan rebelde. Sus ojos avellana eran la paz que él nunca encontraba. Verla caminar era ver al mundo rodar, y esperarla cada noche sabiendo que no aparecería estaba siendo el peor de todos sus vicios. Todo era tan imposible, tan lejano, tan increíble.

Pero a veces, al caer el sol, sentía que tenía algún sentido aquella relación. Y no eran las promesas que no llegaban, ni los "síes", ni los "te quieros", ni aquellos vanos intentos de besos. Era poder ser príncipe, sin castillo, ni caballo, ni armadura, pero con la misma sencillez de aquellos que en los cuentos mataban a un dragón en un momento.

Puede ser que los dragones de la princesa fueran solo temibles y enormes para ella. Tal vez, es fácil saber donde encontrar a una doncella perdida en el laberinto si antes tú te perdiste en él. O quizás ni siquiera sea necesario encontrar una salida, basta simplemente con abrazar a la damisela desvalida.

¡Odiaba tanto aquel cliché! Pero cuánto amaba poder hacer de príncipe alguna que otra vez.