A pesar de los miles (bueno, igual exagero) de libros que me han mandado leer en mi maravillosa y protofantástica carrera de filóloga inglesa, tuvo que llegar Jane Eyre, las ganas de desconectar y un estilo literario terriblemente adictivo (el de Charlotte Brontë) para que yo lea, de principio a fin, una lectura obligatoria de la facultad. Y no ha sido fácil, ¿eh? El librito se las trae de largo. Que nadie se llame a engaño creyendo que me lo he leído en inglés, eso ya es mucho pedir para semejante novela y mente perezosa.

Bueno, iba yo a hablar del libro. Es increíble como una historia tan llena de paja, represión y buenas maneras enganche tanto. Será que siempre está pasando algo, será ese punto de misterio que aparece a mediados de libro o serán las ganas de saber que le sucede a un personaje tan complejo y a la vez tan tonto, pero el libro se deja leer. Empiezan aquí los spoilers (aunque muy lights).

Jane, muchacha rebelde e incomprendida, acaba siendo mujer estricta consigo misma, de principios románticos (y, aunque parezca contradictorio, religiosos y morales) hasta la médula pero sin perder las ansias de libertad infantil. Vivir los diez años de un personaje maltratado por el destino, pero a la vez tan estoico y resignado, hace reflexionar sobre que clase de orgía imaginativa y filosófica vivieron las hermanas Brontë.

El caos moral, amoroso y social que se presenta tanto en Jane Eyre como en Cumbres Borrascosas (de Emily Brontë) no deja lugar al análisis de detalles estilísticos (las escenas góticas, los paisajes naturales, las eternas descripciones o los diálogos absurdos -gran defecto de Jane Eyre, muchos diálogos no tienen ni pies ni cabeza-). Las Brontë o veían telenovelas mexicanas (wtf?) o habían visto más mundo del que aparentaban.