En una de esas ocasiones frágiles, neblosas y perdidas, huele a caramelo. Caramelo tostado y dulzón como de piruletas con forma de corazón. Él, que aguanta la pena como quien sostiene una montaña de piedras, con el suficiente dolor como para no saber siquiera cuando todo se va a derrumbar sobre sus pies, piensa en otra cosa.

El olor se hace más intenso y en su cabeza suena un pop tonto cantado con más pasión de la debida. Y al cerrar los ojos, ve flores amarillas. ¿Qué sucede?

La concentración sobre lo desconocido se pierde. Su tristeza es más fuerte. Se dice a si mismo que puede, que no está cayendo en las arenas movedizas, que sabe resistirse, que todo el mundo necesita llorar a veces.

No. No llora. No lo vale. Hay mucho más. Siempre lo ha sabido, ¿por que lo siente como una novedad? Basta ya. No está. No estará. Ya está. ¿Está? ¿Seguro? ¿No había estado hace ya mucho? ¿Qué pasó?

No estaba, eso era claro. Tampoco ahora. Su forma de avanzar era poner el muro y ya, pero a veces, sin saber porqué, vuelve a pasar. Pero es más inquietante saber que no hay forma de terminar. Huir, quizás. Luchar o huir. En este caso no luchará, porque ya sabe que perderá. Ese era el problema. Volver a perder.

Encerró las lágrimas con fuerza entre los ojos, intentando cumplir esa promesa de no llorar y volvió con las flores amarillas. Estaban en algún lugar. Solo había que seguir el olor a piruleta y las ganas de cantar.