Me ahogo de placer bajo la ducha. Es uno de mis vicios más tontos, más caros y menos ecológicos, pero lo siento, lo adoro. No hay forma para describir el calor por todo el cuerpo, el jabón suave, el olor rico, el ambiente relajante. Yo no quiero que me entierren, ni que me incineren. Si pudiera pedir, yo pediría que me hirvieran, porque debe ser esa la forma de llegar al cielo.

Y mira que hace tiempo que no puedo tocar la bañera, ni las sales, ni el jabón de fresa. Pero con el grifo de la ducha me quedo contenta. Le haría un altar al que inventó el agua corriente y la caldera, por muy atea que sea.

Nadando en la piscina, por cierto, se me ocurren mil ideas. Entre el cloro he inventado varias historias y unos cuantos poemas. Y mientras, maldecía que no existiera el papel y boli acuáticos, por que cuanto me duele pensar tanto y tan bien, para luego perder lo que pensé.

La cosa es que las penas y la rabia se ahogan, en lágrimas, o en agua caliente, pero se ahogan.