El hedonismo, que estupendo y que maravilloso es, cómo me gusta. Siempre he sido alguien a quien no le amarga un dulce y que siempre que tiene ocasión disfruta, pierde el tiempo y observa y vive las cosas bonitas, ricas, perfumadas, agradables, divertidas, suaves, y en definitiva, buenas. Es por eso por lo que tengo pensado hablaros de todas ellas. Y por empezar con algo atípico, os hablaré de la luz, o si os gusta más de las imágenes de postal que esta crea.

Tengo la suerte de vivir mirando la belleza de las montañas, los pueblos y los embalses. Sus atardeceres, sus amaneceres, sus nubes, sus nieves, sus fuegos artificiales y sus luces nocturnas. Todo visto desde la lejanía, desde las alturas, como tocado por el dedo de ese Dios en el que no creo.

Rayos de sol que se abren paso entre las nubes, creando luz entre las sombras. Pueblos cuyas luces tintinean en medio de la oscura noche, como parte del grupo de estrellas que los cubren. El sol, que al esconderse entre las montañas, tiñe todo de rojo, rosa, naranja y amarillo, dejando el cielo como el arco iris que tantas veces aparece cuando la lluvia y el sol se ponen de acuerdo. Y si miras arriba, ves como el día se convierte en noche, y como la mitad del cielo es azul oscuro, profundo y tenebroso, y la otra mitad, aún brilla en la claridad. El reflejo de las nubes en el agua y el del sol en la nieve, que crea una sensación cristalina y luminosa. Todo eso está delante de mi (y de todos si queremos verlo), y aunque muchas veces trato de capturarlo en mi objetivo, no siempre lo consigo, porque la luz, el brillo y la proporción que están viendo mis ojos, es claramente inalcanzable, incapturable e irreproducible. Siempre quedará guardarlo en la memoria.