Camina revuelto en frío, tan solo y tan de negro como siempre, hacia el camino que le marcaron, porque es lo que tiene fracasar en tu camino, que te obliga a ir por el de los demás de nuevo.

Arrastrado por el mismo peso a la espalda (eso nunca cambia), piensa en volver a su camino, porque matar sus sueños es matarse a si mismo. La razón por la que se levanta por las mañanas, y por la que consigue el sueño por las noches, la razón por la que aguanta frío, calor, dolor y lágrimas, la razón de su existencia tantos años, no puede irse con el viento del otoño, como una hoja seca. Mirar hacia el futuro siempre ha sido su todo.

Que camino tan corto, antes lo era más, pero algún idiota decidió que había que andar un poquito más. No estaba preparado para todo aquello. Ahora parece que siempre lo supo. El futuro es para él, cuando aprenda que de verdad lo puede tener. Cuando deje de esconderse entre excusas, cuando una mala palabra deje de traerle lágrimas, cuando se vuelva valiente, cuando trabe amistad con la seguridad.

Llegando a su destino, cierra los ojos, no lo quiere ver. Y aun habiéndose convencido de que el futuro no murió, aunque sólo sea por no morirse de pena, no sabe si creerselo o sino, y ya no piensa en el como la razón de su existencia. Ya no piensa.

Como siempre, se queda esperando a que llegue el próximo tren, porque el que quería ya se fue, y trata de sonreír, de imaginar como el tren llega, y esta vez, se sube con la cabeza y, lo más importante, el corazón alto, lleno de toda esa confianza que perdió entre los rizos de una coliflor.