Solo, siempre tan solo, aunque se mata por no estar solo, sigue perdidamente solo. Camina contra el viento y contra su propio corazón, se llena de frío y de calor, mientras escucha ecos inútiles, ecos que deben acompañarle, pero que le hacen sentirse aún más solo.

Sigue siendo el niño asustado que se muere por un abrazo, porque lo aupen, porque le ayuden. Y mientras gasta toda su energía en salir de eso, se da cuenta de que no encaja nada, de que él no debe ser de este mundo, porque sino, no entiende porque está, eso, terriblemente solo. A sus oídos llegan dos mil peticiones, para mil consejos, para mil ayudas, y, tratando de no agrandar su soledad, saca todo su amor, toda su fe, todas sus ideas, y las parte en dos mil trocitos, esperando no echarlas de menos.

Está tan cansado, y todo es tan absurdo. Detesta detestar, y que le detesten. Detesta no querer ser lo que algunos quieren que sea, detesta que por ello todo parezca perdido. Detesta que nadie entienda nada, que nadie piense nada. Detesta que haya, tanta nada.